Había una vez un loco enamorado de la pelota. Su Porvenir siempre fue el barrio, no quería otra cosa, no necesitaba nada más.

Este Loco no fue uno más, por eso había que ponerle un apodo original; y le pusieron Garrafa, por su viejo, que vendía garrafas.

José Luis Sánchez jugaba al fulbo como profesional. No, señor; no se confunda. No jugaba al fútbol, jugaba al fulbo. Hacía goles de penal, de tiro libre y “tiraba magia” con su zurda: la pisaba, tiraba caños. Y hasta metía goles olímpicos. Hermanó a tres hinchadas. La de Lafe, la del taladro y la del Porve.

Llegó a jugar en primera pero no a darle el gusto en vida a su viejo y eso le dolía.

Pudo haber jugado en Boca, también en River pero no le interesaba la fama.

Era tan grande, que volvió al club de su corazón: Laferrere.

Nunca se quiso alejar del barrio, de sus orígenes. Jugaba sólo, sin pareja, en los campeonatos de penales; esos que se hacían por plata.

El Porve hacía de sparring de la selección a fines de los ‘90. El cholo Simeone no lo podía parar. “¿Quién es ese viejo?” preguntó el Muñeco Gallardo. Ese “viejo” era el Garrafa y tenía 25 años.

“El jugador que elegimos para querer” dijo Alejandro Dolina.

Andaba en moto y lo hacía al palo. Su mamá le decía que no ande tan rápido y él le contestó que iba a morir cuando le toque; que todos teníamos un destino marcado.

Y un día del año 2005, una pirueta fallida se lo llevó. Las piernas se apagaron en su última locura.

Pero Sergio Mercurio lo inmortalizó en su película siete años después. “Garrafa, una película de fulbo”, te está esperando para renacer.