Esta historia sucedió en el norte argentino. Imaginen a un pibe de 15 años, de pelo enrulado acariciándole los hombros cuando corre a su casa para contarles a sus padres que debuta en el banco de la primera del club del pueblo.
Imagínenlo ese día, que su equipo juega contra el clásico y define la clasificación a la liguilla. La camiseta de su equipo es roja con mangas blancas y el otro a rayas blancas y azules.
El partido se juega en la mitad de la cancha. No pasa nada trascendente. El pibe se come las uñas en el banco porque se muere de ganas por entrar. Lo mandan a precalentar y él mira de soslayo la cancha.
Faltando 10 minutos el técnico lo mira, extiende el brazo, y haciendo un gestito con la mano, lo llama. Le da indicaciones al oído y luego le palmea la espalda; el pibe hace saltitos, se agacha, toca el poco pasto de la cancha, hace la señal de la cruz y entra.
El arquero de su equipo descuelga un centro y saca largo con una volea, el pibe amaga con el cuerpo y el defensor pasa de largo. Enfrenta al arquero contrario y define abajo sin dejar que reaccione.
Es el sueño del pibe. Sale corriendo hacia la tribuna, apretando los ojos y forzando la garganta. Le estaba dando la clasificación al equipo de su pueblo. Pero al llegar a la línea del lateral, nota que ningún compañero lo sigue y que no festejan el gol. Rarísimo. Hasta que se acerca uno y le tira del pelo.
-¡Qué cagada te mandaste, boludo!
-¿Por qué?
-Habíamos arreglado un empate. Teníamos 20 kilos de asado y una caja de vino.
Este partido lo jugaron Deportivo Alberdi y Atlético Ledesma. El protagonista es un burrito, pero ese burrito, no es un burrito cualquiera, es jujeño y tiene nombre, se llama Ariel Ortega
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