Un día, ‘El Káiser’ salió a esquiar fuera de pista en la estación de Méribel, una joya de los Alpes franceses. Y desde ese 29 de diciembre de 2013 nadie sabe cuál es el estado real del mejor piloto de la historia de la Fórmula 1; un campeón que reinó con una superioridad insultante sobre el asfalto, y devolvió el prestigio perdido a la mítica escudería Ferrari, que hasta su llegada había vivido casi 20 años de sequía, lejos de las primeras posiciones.

Ahora nadie sabe muy bien qué está sucediendo en su última carrera, que parece estar transcurriendo con el piloto postrado, enganchado las 24 horas a un respirador artificial e intentando recuperarse de unos daños neurológicos que según los rumores podrían ser irreversibles. A su alrededor hay 15 especialistas que le atienden día y noche, con un tratamiento cuyo coste ronda entre los 100.000 y los 150.000 euros diarios.

Cuesta imaginar ese drama después de que Schumacher dominara con mano de hierro el Mundial de Fórmula 1 durante algo más de una década en la que ganó siete campeonatos del mundo, 91 carreras, hizo 155 podios, 68 poles y 77 vueltas rápidas. Un palmarés inigualable que le convierte en el mejor piloto de la historia, y rubricado con un dominio insultante y una agresividad que rayaba la insensatez. Un tipo con un carácter indomable que no sentía remordimientos por provocar una colisión, manipular a los comisarios e incluso adelantar al safety car con tal de ser el primero.

Un motor en un coche a pedales

La fiebre por la velocidad empezó muy pronto en Schumacher. Tenía cuatro años cuando su padre modificó el cochecito a pedales de su hijo para ponerle un motor de motocicleta. Michael terminó estrellándose contra un poste de la luz, pero aquel bólido improvisado sembró la semilla de su obsesión por ser el más rápido.