El jugador amateur está en medio del vestuario. Extiende su camiseta frente a él y se queda mirándola. Sonríe y asiente. La ve radiante, impecable, planchada, con el número estampado y su nombre arriba. La lanza hacia arriba y mete sus brazos para calzársela en el tórax. Se acomoda el cuello, los hombros y agacha la cabeza para mirarse de nuevo. No es una estrella del deporte, no gana millones, sus piernas no están aseguradas, no sale con modelos famosas ni maneja un auto lujoso. Las grandes marcas no lo buscan. Pero nada de eso le impide ser feliz. Se siente orgulloso de pertenecer a un equipo del deporte que ama, mira a su alrededor y ve a sus compañeros vestidos igual que él. Ese equipo es su familia cuando entrena y mientras dure el partido. Tiran todos para el mismo lado. Quieren ganar, lograr el objetivo. Ser bendecidos por el título de campeón o ganarle al clásico rival.

Es un nuevo desafío. Sabe que a otros les gustaría estar en su lugar y no se agranda. Siente orgullo y deja todo cada vez que tiene la pelota o debe recuperarla. Sabe que sería injusto jugar sin ganas cuando otros son capaces de todo para ser titular.

No ve la hora de tener la foto del equipo. Se le llenan los ojos de lágrimas fantaseando con un gol sobre la hora, el de la victoria, con correr hacia la tribuna, buscar a su señora y a su hijo. Se levantaría la camiseta para mostrar su remera blanca con la foto de ellos. Cumpliría el sueño de todo padre: ¿Qué más puede necesitar un hombre para ser feliz que ser el ídolo de su propio hijo?